martes, 29 de enero de 2013

La falacia y el currículum


Había mucha gente en la United Octopus Office esta mañana. Había tanta gente que de allí no parecía salir nadie. Solo entrar. Entraban familias enteras y tenían incluso un campo de juegos improvisado en la moqueta de la entrada. Así que ahí estábamos todos. Cada uno éramos de una raza, un color y una edad diferentes. Sin embargo, todos teníamos algo en común y no era para alegrarse demasiado. La gente esperaba en silencio, los bebés se miraban entre ellos y jugueteaban. Quienes entraban a buscar ofertas de trabajo esperaban su turno con la misma cara de desaliento con la que habían entrado. Al principio no advertí la cantidad de carritos que se agolpaban en el vestíbulo como si aquello fuera una guardería. Adultos entraban muchos, más de los que salían, pero en todo aquel tiempo no vi cruzar la puerta de salida a niño alguno. La hora aproximada de la cita previa para pedir información ha sido más aproximada a media hora más tarde.

La verdad es que ya no recordaba el motivo por el que la vez anterior aparecí por allí. No sabía si había ido a pedir un subsidio que prefería no cobrar para no perder lo cotizado, si me había apuntado a una bolsa de trabajo de la que jamás me llaman o simplemente había ido allí a hacer un estudio sociológico del desempleo y sus consecuencias demográficas. El porcentaje de familias que no pueden permitirse una comida con proteínas al menos cada dos días ha aumentado. Los indicadores muestran que casi el 17% de los hogares se encuentran en riesgo de no poder cubrir sus necesidades básicas y que la proporción de población menor de 15 años en riesgo de pobreza grave (11,7%) se ha incrementado en más del 77% desde que comenzó la crisis. Resulta un triste espectáculo, para quienes viajan por nuestro país, ver que las calles, carreteras y las puertas de los chamizos están atestadas de mujeres mendicantes, seguidas de tres, cuatro o hasta seis niños, todos vestidos con harapos, y que importunan a todos los paseantes pidiéndoles una limosna. Para colmo, la dominación simbólica convierte al espectador en un sujeto alienígena clonado que contempla su vida en una pantalla para así no tener que mirar a los ojos de otro androide, ni tocarle, solo hablar, ver y oír el eco de quienes lo incomunican.

Por fin, cuando aquello parecía no tener un mañana, me ha tocado el turno y me he acercado a la mesa que me correspondía. Por un momento casi preferí que me hubiera atendido el señor del bigote, que de seguro se hubiera dejado embaucar con alguna falacia. Allí estaba ella, la señora del tupé, con esa cara malhumorada como de quien no ha recibido un buen currículum. Ya desde antes de sentarme me ha tratado como si fuera una cucaracha aplastada o algo parecido. Le he dicho que venía a resolver unas dudas y le he enseñado el papel que me dieron la vez anterior. Antes de que su mirada llegase a centrarse en mi papel, me lo ha apartado con la mano y me ha dicho: «Esto no me concierne, ¿algo más en lo que pueda ayudarte...?». Yo, claro, no entendía ni castañas y, para su desgracia, confieso que desde bien pequeña mi abuela me instruyó en las malas artes, la magia negra y la nigromancia, e incluso me enseñó a preparar algunos maleficios y a ejecutarlos. Así que, después de arduos esfuerzos y un calambre en la lengua, he conseguido que me explicase cuatro cosas, no sin antes oír que eso compete a Sextercius, no a ella, que es funcionaria del Imperio (de lo cual parecía muy orgullosa). Me explicó que tenía que haber pedido cita en la mesa contigua, la del señor con bigote, que pertenecía a otro organismo que, lógicamente, estaba en otro "despacho" (en realidad era el mismo, pues las mesas estaban divididas por simples paneles verticales) y que me iba a apuntar en una tarjeta el teléfono al que debía llamar.

Curiosamente, aunque al parecer mi duda podría ser resuelta por la persona que estaba al otro lado, que además probablemente tendría tarjetas con su propio número de teléfono, la señora del tupé tuvo que levantarse y salir del despacho compartido, cruzar el pasillo, llamar a una puerta, hacer una consulta, luego ir al armario, comprobar que estaba cerrado, volver tras sus pasos, entrar en otro despacho compartido, solicitar una llave, comprobar que no era la correcta, y por fin, luego de desaparecer durante varios minutos, en los que desde mi perplejidad estuve por un momento a punto de asomarme al otro lado del panel y realizar mi pregunta por las bravas a quien allí estuviera, la señora del tupé regresó con un manojo de llaves, las probó una a una hasta que dio con la correcta, abrió el cajón pertinente en el armario, sacó las tarjetitas, las puso sobre la mesa y volvió a salir para devolver las llaves. Cuando por fin regresó de la eternidad de los tiempos, garabateó una de esas tarjetas y me la entregó junto a un folleto.