miércoles, 27 de marzo de 2013

Historia media moderna

«Surgiendo del mar, la isla aparecía como una vasta masa de montañas agudas y astilladas. La parte central está inexplorada, dado que las afiladas cumbres presentan una barrera infranqueable al camino del viajero». Chipiona, paraíso feudal de la Edad Media; pero de una Edad Media exagerada y asfixiante, desproporcionada, insaciable, vesánica. Probablemente, el ser humano nunca ha sido tan siervo de un señor, nunca ha estado tan expuesto a los caprichos tiránicos de un amo. En los libros de Historia se suele decir que el siervo de la gleba era fundamentalmente religioso, como si su paso por este mundo no tuviera otro sentido que estar a la espera de una vida más allá. El campesino medieval, se dice, vivía consagrado a su dios, pendiente de su dios, deseoso de complacerle haciendo diariamente sus deberes... Este es el panorama que cierra el milenio. En las fronteras los alienígenas amenazan con asaltar y destruir los núcleos de civilización. En el interior los tolerantes pretenden poner bridas al asalto, domesticando a los infieles. Pero los herejes comienzan a lanzar su proclama: «¡Que nos invadan, solo pueden vivificarnos! ¡No tenemos más edad oscura que ésta, en la que ya vivimos!».

A pesar de las conspiraciones germánicas para que Chipiona se anexionara a Paranoia, este enclave africano del Imperio Marciano tuvo su esplendor autónomo bajo la influencia militar de Persia, gozando de unos fuertes vínculos económicos con Siberia y Ortodoxia. El libro «Los últimos días de Chipiona: decadencia, apocalipsis y resurrección» describe su historia media moderna (alto medievo) como una época de increíble vitalidad intelectual, de diálogo apasionante entre civilización bárbara (alienígena), herencia marciana y estímulos orientales, de viajes y de encuentros, con los monjes ortodoxos que atravesaban Gondwana difundiendo ideas, promoviendo lecturas, inventando locuras de todo género... Los mercados ya no eran compatibles con la pretensión de vivir varios años en el mismo sitio. Los habitantes de Chipiona que, de por sí, no salían de su pueblo en toda su vida, protagonizarán grandes migraciones, que darán lugar a fusiones y mezclas raciales, importación y difusión de nuevas ideologías. La voluntad de los dioses los quiere nómadas; pero nómadas sin lastres culturales, sin nada más que lo puesto para poder correr ligeros aquí y allá.

Ante todo, hay que cumplir con la voluntad del mercado. Pero es en vano: jamás un dios estuvo tan loco para cambiar de opinión cada mañana, cada minuto, cada segundo. En su nombre, una nueva clase noble maneja al pueblo y a sus esclavos, pero con una pequeña diferencia; si antes los nobles se sentían obligados a cuidar su territorio, ahora no tienen territorio sino burbujas: rutas aleatorias y cartografías provisionales. Así, sus designios son mucho más imprevisibles que los de Nerón o Calígula. Hasta entonces los dioses solían ser bastante estables: Jehová era algo celoso y tenía mal carácter, era un dios exigente, pero no un demente. Los sabios han dejado de ser los tábanos del poder y como oráculos «pasan la noche en vela a la luz del candil tratando de alumbrar relamidos elogios a los tiranos». Con su lenguaje religioso hablan de la confianza en los mercados, de cómo hay que bombearles sangre con sacrificios humanos. Pero los dioses son insaciables, siempre hacen falta más sacrificios. La mayor parte de la población está vendida a vida o muerte a una lógica de producción que se determina a sus espaldas y, además, de forma cada vez más misteriosa (magia negra) en ese mundo del sinsentido al que llaman «los mercados».

Puede que la Edad Media conservara a su modo la herencia del pasado, pero no por hibernación, sino por retraducción y reutilización continua: fue una inmensa operación de bricolaje, en equilibrio entre nostalgia, esperanza y desesperación. Bajo su apariencia inmovilista y dogmática, constituyó, paradójicamente, un momento de «revolución cultural». Todo el proceso estuvo caracterizado de manera natural por pestilencias y estragos, intolerancia y muerte. Nadie dice que la Edad Media Contemporánea represente una perspectiva más halagüeña. Al contrario, esta es mucho más oscura, opaca y criminal. Como decían los chinos para maldecir a alguien: «Así vivas en una época interesante».

martes, 19 de marzo de 2013

Un buen trono para tocar los cojones

Duos habet
et bene pendentes.
Por el año 822 nació en Maguncia una niña hija de un monje itinerante que la crió en un ambiente de estudio y amor a las letras, algo vedado a la mujer. Como una suerte de Monja Alférez avant la lèttre, se disfrazó de mozo, se instruyó y viajó a Constantinopla y Atenas. Erudita en diversas ramas del conocimiento, acabó ejerciendo el magisterio en Roma, donde conoció al Papa León IV, pensando este que era un arrapiezo. Juana, que así se llamaba quien pasó a la historia como la Papisa Juana, le sucedió como Santo Padre bajo el nombre de Joannes Septimus (aunque, según otras fuentes, se cambió el nombre a Benedicto III). Parece que camino de la iglesia San Clemente dirección Letrán no parió la abuela, sino la Papisa, quedando el respetable alucinado.

Visto tan traumático evento, la púrpura se ató los machos. Hasta el extremo de que, cada vez que se nombraba un Vicario nuevo, se le palpaban los genitales para asegurarse de su masculinidad, no vayamos a liarla. Al recién habemus papam y antes de la «fumata blanca», se le sentaba en la sedia stercoraria, una silla con el asiento agujereado en el centro (como una taza de váter actual, pero sin mármoles) por donde un diácono le tocaba literalmente las bolas. No se podía correr el riesgo de una nueva Papisa.

Aquel detector de mentiras era público dentro de la privacidad curial, o sea, te tocaban los perendengues delante de gente «profesional». Algo, entonces, normal, nada escandaloso. Esta ceremonia duró hasta el siglo XVI. Incluso el Papa Alejandro Borgia tuvo que someterse a estos tocamientos (que hoy rozarían lo penal), a sabiendas de que su «esposa» le había dado cuatro lozanos retoños que él reconocía con orgullo levantino. Tras el «examen de la silla», el diácono, una vez tocadas las pelotas del nuevo Papa, no se rían, decía estos latines: «Duos habet et bene pendentes», o sea: «tiene dos y cuelgan bien».

Hoy esto nos mueve a risa, pero no entonces. Piénsese que los antiguos romanos, al no tener una Biblia sobre la que jurar y testificar, lo hacían apretándose con la mano derecha en un juicio los testículos. Por eso las mujeres no podían ser testigos (ni nada), palabra que viene de «testificar» dizque «tocarse los testículos». Hacer eso (tocarse los cojones, hablando en argenta) era el non plus ultra de la palabra de honor dada en un contencioso y ello, ojo, entre iguales o superiores, nunca plebeyos. No había, ya se dijo, biblias ni constituciones donde jurar o prometer nada ni imperativos legales. Solo tocarse los cojones. Pero no como un huevón o cojonazos, sino reivindicando la verdad y el honor.

Ocurre que de un tiempo a esta parte no hace falta que te toques los cojones: ya te los tocan a ti. De ahí que todavía se oiga aquello de «no me toques los cojones» como diciendo «porque me voy a tener que cagar en tu puta madre». Es lo que tiene ser «pueblo», que siempre le están tocando los cojones... hasta el día menos pensado.

lunes, 11 de marzo de 2013

El último vals